Por Gabriela Cruz | Ojo Poblador

Johan pelea con sus amigos bajo un manto de vergüenza, frustración y baja autoestima; acaba de desertar de la nocturna, ya tiene 21 años y aún no logra sacar el cuarto medio. Tiene una máquina para cortar pelo que le regalaron hace poco, después de que la otra se le echó a perder, y que es la que le ayuda a tener monedas junto a otros trabajos que hace esporádicamente. Mientras en su casa están permanentemente amenazados por su padrastro de quedar en la calle junto a su madre y hermanos, viven 5 personas en dos piezas de madera; antes de la pandemia ya era difícil encontrar trabajo, hoy la cesantía es un hecho difícil de revertir.

Los amigos lo molestan mientras se fuman un pito, no saben cómo apoyarlo más que diciéndole que no renuncie a sus estudios, pero se excusa en que cuando vuelva lo presencial volverá a clases. Este grupo de amigos es como cualquier otro de en esta población, uno está en estudios superiores luchando con la brecha tecnológica y la mala base del colegio público, con profes que no empatizan y compañeros de curso ensimismados. Pablo está en cuarto medio, quiere entrar a estudiar veterinaria. Mientras, ”el Pancho”, que tenía un talento único desde chico para gimnasia expresado colgándose de los juegos de la plaza como un mono; era un espectáculo verlo en sus piruetas con su ropa rota y los mocos colgando, era una promesa del deporte chileno, una promesa anónima que nadie sacó de los juegos de la plaza. Hoy trabaja en la constru, vende pitos por ahí, pero tiene metas, quiere salir de esta pobreza, quiere estudiar ingeniería en minas, pero su madre tiene cáncer y son demasiados hermanos, todos menores que él, hoy no es posible. El “Choco” tiene trabajo y se compró una moto; nació de 2 kilos ½ y nunca creció mucho, lo cual lo tiene sumido en una eterna baja autoestima. En los carretes prefiere tomar a bailar y no sabe de qué hablar con las amigas o gente nueva; en su casa como en la del resto, no hay libros, solo tele. Otro de los integrantes, “el Feña”, vive con su madre la cual vende pitos y, para que él no se ponga violento, le regala hierba y deja que todos los amigos entren en su casa. Le compra todo lo que quiere pues él no trabaja, pero es “seco” en videojuegos, no sabe qué quiere estudiar, pero sí qué zapatillas se quiere comprar.

En Chile estamos enfrentados a problemas que traerán grandes consecuencias en un futuro cercano y no lo digo como académica, ni como experta en algo, lo digo como pobladora de un territorio vulnerable.

Hablar de educación hoy no puede ser si no desde el recuerdo de nosotros mismos, como niños, hijos, estudiantes, como apoderados y luego como educadores; la academia no crecerá sin escuchar, sin recordar y sin comparar.

La crisis educacional en Chile y el mundo no es más que el resultado histórico de querer moldear las mentes primigenias a una conducta social estandarizada, no tiene que ver con los reales aprendizajes. Si a eso le sumamos las brechas sociales, geográficas y culturales, descubriremos que se debe reinventar la forma y contenido para la vida, y ella es dinámica.

Hablemos de la educación chilena ¿quién era bueno en geografía y malo en arte, pero lo calificaron insuficiente por dibujar mal el mapa o pintarlo fuera de los bordes?, eso es solo un ejemplo de cómo, por lo menos en nuestro país, educarse es violento emocionalmente y desenfocado académicamente; es un mundo sin espacio para equivocarse o soñar y centrarse en contenidos reales. Como estudiante siempre hubiera creído que era mala en geografía si no hubiese tenido que estudiar en Argentina por un año en la secundaria; nunca tuve que dibujar un mapa, este se compraba en los kioskos por centavos y llegabas a clases solo a llenarlos de información mientras te envolvían en contenidos, preguntas y conversación sobre el clima, la política y la economía de otros países. Se volvió una materia fascinante, a pesar de caerle mal a la profe por ser chilena; su clase era cautivante y ella nunca perdió el objetivo: el aprendizaje del curso.

Foto por Gabriela Cruz

La gratuidad en estudios superiores se debería seguir peleando para que sea universal, sin condiciones, con derecho al error y a cambiarse de carrera más de una vez, respetando los procesos. Pero lamentablemente en las poblaciones la pobreza cultural ha mellado el hambre de conocimiento de las generaciones más recientes, en edad de educación superior. Si bien son varios los que aún aspiran a ésta, muchos están confundidos por un sistema que enseña que el tener cosas es más importante que el conocimiento. Muchos chicos prefieren unas costosas zapatillas o la droga más cara, el famoso TUSI, que leer un buen libro.

La segregación, el hacinamiento, el narcotráfico, la publicidad de alto consumo, los influencer del fútbol con orígenes precarios y con un rol de agentes de grandes marcas, más el mediocre financiamiento estatal para estimular deportes, ciencias o artes en los colegios de poblaciones vulnerables, es sin duda un conjunto de trancas a una educación más nivelada.

Foto por Gabriela Cruz

La falta de herramientas culturales que abran las mentes a otras realidades intelectuales es uno de los puntos que hoy debería pensarse para ejecutar planes territoriales que cambien esa base.

Podríamos pensar que el sistema PACE, el cual estableció como objetivo reforzar el derecho a la educación superior de estudiantes destacados de sectores vulnerables mediante cupos en la universidad, para aquellos pertenecientes al 15% superior del ranking de notas de su escuela. Podría haber sido un gran estímulo, pero sólo abarca a los que ya sabemos que son el porcentaje de alumnos que anhelan la Universidad como meta, el resto que está fuera de ese 15% es al que debiéramos entender y por el cual trabajar.

Por otro lado, la gratuidad a la que muchos acceden hoy está sujeta a una letra chica que está pensada para el fracaso. En el año 2017 ya teníamos 3000 estudiantes a quienes se les había vencido la gratuidad por exceder los años oficiales de su carrera… o sea, ¡si te equivocas pagas!.

El sistema universitario es otra valla de maltrato, donde muchos de sus profesores no son pedagogos y transmiten sus propias trancas educacionales a sus educandos. Quién no escuchó decir de un profe “Los 7 son para Dioses” y “Lo que pasa es que quieren que les regalen las notas”, reflejan falta de empatía y, sobre todo, de buscar que un alumno aprenda y que realmente se fascine con sus materias. La educación chilena es una seguidilla de malos tratos y naturalización de la violencia estudiantil desde el preescolar.

Foto por Gabriela Cruz

Estamos enfrentados a una sociedad que si no se detiene, si no busca formas más amables, creativas y rupturistas de enseñar con un financiamiento adecuado, está destinada a seguir fracasando. Hoy somos una sociedad del “Copy paste”, no somos creadores de tecnologías, ni de historias, ni de fórmulas. Me refiero a que sólo son unos pocos quienes se diferencian, pero hacen carrera fuera del país.

¡Este debería ser un país de gigantes! Gigantes que sientan que aprender es un placer, que enseñar y transmitir es un deber moral y de conexión; de un estado enfocado en la educación como columna vertebral de los procesos dignificantes de un país.

En Chile la gente que estudia pedagogía tiende a citar demasiado a Paulo Freire, pero nunca los vi aplicando su sabiduría. Hemos sido tan oprimidos que creemos que es lo natural, y colonizar a otros con nuestros saberes y orígenes emocionales es lo único.

Hoy debemos alfabetizarnos emocionalmente antes de educar, y sanar para entregar. No podemos solo contar con que algunos lugares de altos precios son los únicos en donde se practica una educación amorosa y sanadora porque también eso es cruel, violento y segregador.

La opresión a la que se ven enfrentados los profesores en los colegios, con sus extenuantes horas de trabajo, planificación y bajos sueldos, todo bajo un régimen estructurado con poco espacio para reinventarse, para experimentar y para amar lo que hacen, es un estallido interno en la espiral de la educación chilena, la que debe ser replanteada por completo para sanidad de todos.

Y como el título tampoco te garantiza un trabajo – ya que en el 2017 existían 223.000 cesantes ilustrados en un país donde la meritocracia no existe y los sueldos profesionales cada vez son más bajos – se debe pensar cómo crear las oportunidades y cómo poner el conocimiento al servicio eficaz de una sociedad más justa.

Por último, no nos olvidemos que el amor por el conocimiento, el pensar y colectivizar ese pensamiento, debe romper con las espirales de silencio para volver a pensar, conversar y exigir como sociedad que se respeten los derechos secuestrados históricamente.


Gabriela Cruz

Mamá, fotógrafa, hija, hermana, compañera, amiga, justiciera, escritora de memorias, sobreviviente

(la describe su hijo Vicente Cocio)